La medida se produce en el contexto de la fuerte polarización política exacerbada por el asesinato del activista conservador Charlie Kirk, un crimen que la administración ha atribuido a la “izquierda radical”.

A través de su plataforma Truth Social, Trump calificó a Antifa como un “desastre radical de izquierda, enfermo y peligroso” y prometió que su gobierno investigará a quienes financian al movimiento. Esta acción cumple una promesa que el presidente había hecho durante su primer mandato, en medio de las protestas por la muerte de George Floyd en 2020.

La designación, sin embargo, enfrenta importantes desafíos legales.

Expertos y funcionarios, incluido el exdirector del FBI Christopher Wray, han señalado que Antifa no es una organización estructurada con un liderazgo definido, sino más bien una “ideología” o una red descentralizada de activistas.

La legislación estadounidense actual no contempla un mecanismo para designar a grupos domésticos como organizaciones terroristas de la misma manera que a los grupos extranjeros, lo que plantea dudas sobre la base jurídica de la orden de Trump. Críticos advierten que la medida podría ser utilizada para criminalizar la disidencia y perseguir a opositores políticos, vulnerando las protecciones de la Primera Enmienda.