La medida, anunciada tras el asesinato del activista conservador Charlie Kirk, ha generado un intenso debate sobre su base legal y sus implicaciones para la libertad de expresión. La Casa Blanca justificó la orden atribuyendo a Antifa un “patrón sistemático de violencia política” y ataques contra agentes del orden como parte de su estrategia para “socavar el estado de derecho”. Trump vinculó directamente esta acción con la violencia política que, según él, es fomentada por la “izquierda radical”, un discurso que se intensificó tras la muerte de Kirk.

Sin embargo, la designación enfrenta importantes desafíos legales.

Expertos y críticos señalan que las leyes federales de Estados Unidos solo permiten declarar como terroristas a entidades extranjeras, no a grupos domésticos.

Además, Antifa es un movimiento descentralizado y sin una estructura formal o liderazgo definido.

En 2020, el entonces director del FBI, Christopher Wray, lo describió como una “ideología más que una organización”, lo que complica su clasificación jurídica.

Defensores de las libertades civiles advierten que la medida podría violar la Primera Enmienda de la Constitución, que protege la libertad de expresión y asociación, y temen que pueda ser utilizada para criminalizar la disidencia y perseguir a opositores políticos.