Su muerte es percibida como un ataque directo a las figuras públicas que se atreven a enfrentar al crimen organizado en regiones de alta conflictividad. La muerte de Manzo, junto con la del líder limonero Bernardo Bravo, se ha convertido en un símbolo del grado de descomposición social y el avance del crimen organizado en Michoacán. Este hecho fue uno de los principales catalizadores de la llamada “Marcha de la Generación Z”, que se replicó en varias ciudades de México, donde miles de ciudadanos, especialmente jóvenes, salieron a las calles para exigir seguridad, justicia y el fin de lo que denominaron un “narcogobierno”. La abuela del joven asesinado participó en una de las marchas, pidiendo entre lágrimas que se investigara a fondo la posible relación de actores políticos con el crimen. Como respuesta a la crisis de seguridad evidenciada por este homicidio, el gobierno federal anunció el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”. En el ámbito local, la Fiscalía de Michoacán inició una “operación limpieza” en su delegación de Uruapan, removiendo a todo el personal —desde el fiscal regional hasta agentes de investigación— con el objetivo de “restablecer la confianza de la ciudadanía” y fortalecer la operatividad en una de las zonas más complejas del estado. El asesinato de Manzo subraya la extrema vulnerabilidad de los funcionarios y líderes sociales que trabajan en territorios disputados por grupos delictivos y la urgente necesidad de estrategias de seguridad efectivas.